Pedro GPinto, aficionado a juntar letras. En setenta años que arrastra en su mochila no aprende. Jo

viernes, 8 de abril de 2016

Furanchos

Cuando escuché por primera vez la palabra gallega me temí que tuviera un cierto matiz despectivo. Anduve preguntando y no encontré una respuesta que me aclarara lo suficiente. La razón la comprendí más tarde. Es frecuente encontrarlos en la zona de las Rías Bajas pero no abundan en el resto de la bella región del “finis terrae”.

Lo que pude colegir luego es que se trataba de viñeros que con un número reducido de cepas hacían la reserva para su uso particular y calculaban qué cantidad podían vender del excedente. Unos lo vendían a bodegas mayores, pero muchos preferían adecuar un rincón, de ahí creo que viene lo de furancho, de la propia vivienda para en un par de mesas servirlo en jarras a vecinos o visitantes. Como prácticamente nadie bebe sin algo que comer, el empapante le llaman en algunos sitios, el vino se acompañaba de algo que se hacía en la lareira, que no es otra cosa que el hogar o chimenea. Unos chorizos asados, alguna tortilla con patatas  propias y huevos de las gallinas del corral. Y poco más.




Hace poco se ha abierto en esta provincia el primer furancho. Es famoso el vino que se hace con las viñas de la Ribera Sacra, aunque sea poco conocido fuera de Galicia.
 La leyenda asegura que los vinos de la Ribeira Sacra eran ya demandados por los césares romanos para consumir en Italia. No falta quien afirma que ya antes de Roma se criaba allí un caldo de uva especial, fruto de unas cepas que trepan por las terrazas labradas por la mano del hombre en las altas riberas.  Se trata de una viticultura de montaña, de viticultura heroica, con un enorme desnivel del terreno que convierte a los bancales de las laderas de los ríos Miño y Sil en un paisaje espectacular de viñedos, en un territorio único para el cultivo de la vid,  pero también un espacio difícil de trabajar que no acepta mecanización.






Cuando llega la hora de las comidas y me sirvo un vasito de este vino honrado, no dejo de tener un recuerdo para los responsables de esta dura labor. ¿Qué por qué se llama Sacra la Ribera? A nadie le extrañará que durante siglos fueran los monjes quienes cultivaban, vendimiaban y elaboraban con mimo el caldo que alegraba su mesa.

viernes, 25 de marzo de 2016

En pareja

Aquellos primates evolucionados eran nómadas. Recolectores solo, que se desplazaban en busca de alimento. Y cazadores, naturalmente. No solo de animales mayores, sino también de ranas, lagartos, peces o pequeños mamíferos como la liebre. Como la rata de agua . Vivían en clanes donde naturalmente había un jefe o macho alfa. 

   


Luego, al hacerse sedentarios, aprendieron a ser sembradores. Ya no tenían que andar de contínuo buscando el alimento. Recolectaban lo que habían sembrado. Pero al cosechar fue preciso que el más sabio, no necesariamente el más fuerte --ahí está el José de la Biblia-- se hiciera cargo del almacenamiento y ¡el reparto! 

El clan comenzó a existir como sociedad, con cierto reparto de funciones y con más ¿autoridades? Porque el que descubrió que consumiendo ciertos frutos o raíces alcanzaba unos estados de ¿lucidez? mental y se podía ¿comunicar? con los espíritus o sanar a los enfermos, alcanzó un puesto de preeminencia para el que tampoco necesitaba ser el más fuerte. Solo es más hábil y de mayor capacidad verbal. Por conveniencia se destacaba de los demás con más adornos, collares, pinturas, varas mágicas... 

 


En aquellas sociedades aún era normal la poligamia. Mientras los mejor dotados procuraban dejar su semilla en el mayor número de hembras fértiles para mantener y mejorar la especie, las hembras jóvenes y atractivas entraban en celo en unos días claves para ser fecundadas. No les importaba tener parejas, sino parir hijos. 

Hoy aún existe esa poligamia y no solo en una religión determinada. Esa. Esa misma. Porque por ejemplo un tal Joseph Smith, en los Estados Unidos del siglo XIX afirmaba haber sido instruido mediante una revelación que algunos hombres mormones específicamente elegidos debían practicar el matrimonio plural. Esto se publicó después en el libro Doctrina y convenios de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.  Hoy la poligamia aún persiste en Utah y otros estados vecinos.

Me maravillo porque desde hace unos días, sobre esa piedra redonda que la pleamar cubre, suelo ver a dos gaviotas, que no sé si del mismo sexo. ¿Son siempre las mismas? No lo sé. ¿Practican la monogamia como los pingüinos? Tampoco lo sé. Pero aquí os dejo el testimonio.


miércoles, 23 de marzo de 2016

Trabajadora

Se estudiaba en los libros de geografía. En toda la media España del sur el reparto de la tierra solía ser en grandes latifundios. En el norte y sobre todo en el noroeste, en el “finis terrae” eran minifundios. Es una realidad más que comprobable. Cuando se contempla una vivienda de las miles que hay diseminadas por ese verde permanente, puede resultar chocante que tenga tres y hasta cuatro plantas.

Tiene su explicación. En épocas en que en el autoabastecimiento era lo más común, en la planta inferior se reservaba para los animales, cuyo calor podía beneficiar a quienes vivían en la primera planta. La segunda planta, semidesván, servía para guardar lo que se iba a necesitar hasta la próxima matanza, la próxima cosecha. Y sobre todo, construir en altura permitía algo más de terreno aprovechable para las gallinas, para el cerdo, para cultivar en pequeños cuadrados de tierra mimada las cebollas, las patatas, las coles forrajeras y hasta el camelio que daba alegría y colorido.




Ahí la tenéis. Cincuenta, cincuenta y cinco años, aunque puede que solo rebase en unos pocos los cuarenta. Con su bata sin forma, sus botas, su sencilla bolsa con algo de fruta para tomar a media mañana, su caminar decidido. De mañana carga con sus aperos de labranza: el sacho, la horqueta. Tal vez el marido anda a la mar. O en la emigración interior o exterior, guardando cada euro para comprar o ampliar su escasa propiedad. Adonde ella se encamina probablemente no es más que una pequeña finca, tal vez el solar de la futura casa que van a levantar. Pero mientras tanto ese trozo de suelo no queda baldío porque para eso está ella, para aprovecharlo, sembrarlo, cuidarlo hasta el mimo y sacarle el máximo rendimiento posible. ¿Me creeréis si digo que admiro la laboriosidad, el sacrificio y hasta la ilusión de esta mujer que camina delante de mí? 

domingo, 20 de marzo de 2016



Antes era cosa de abueletes y señoras mayores. Se lo oíamos a gente añosa, a operados, a personas con cicatrices y no digamos si miembros amputados. El comentario popular "va a llover, porque me duele la rodilla. O la cicatriz de la cesárea." Y los jóvenes lo tomaban como poco menos que una superstición. Pero el caso es que muchas de estas veces, acertaban.

Hoy ya se puede decir que estas expresiones tienen una base científica. Un estudio realizado en el área metropolitana de Barcelona confirma que las variaciones de presión atmosférica y de temperatura afectan a las personas con artrosis y artritis. No es una invención de los mayores o de enfermos quejosos.

Existe una investigación, resultado de dos años de trabajos del Instituto Poal de Reumatología y de unos importantes laboratorios y ha contado con la colaboración del Servei Meteorolgic de Catalunya.

Según los resultados obtenidos los pacientes con artrosis (más de cinco millones en España) experimentaban un aumento del dolor articular cuando bajaba la presión atmosférica. Por contra, esta misma población no se veía afectada si disminuía la temperatura o se modificaba la humedad ambiental. El estudio revela, en cambio, que entre los enfermos de artritis reumatoide la bajada del termómetro sí ejerce un efecto sobre el dolor articular y no les afecta cambios de presión.

DOLOR SUBJETIVO.- "Esta investigación nos ha confirmado que el paciente tiene razón cuando se queja", afirmó Ingrid Meller, jefa de servicio del Instituto Poal. "Pero el cambio de tiempo --subrayó-- sólo influye en la percepción del dolor, no agrava la enfermedad". La doctora precisó que no todos los pacientes reumáticos perciben esa influencia del tiempo. "Hay personas que se ven más afectadas --dijo-- que otras". Meller situó en un 40% los enfermos susceptibles de predecir fenómenos meteorológicos con su dolor.

Una paciente con artrosis que participó en la presentación del estudio, aseguró que dos días antes de que descienda la presión atmosférica ya nota el dolor y se le desencadena "una crisis que puede prolongarse durante una semana, 15 días o incluso tres semanas".
Se deduce entonces que el frío y la humedad no empeoran por sí mismos los síntomas de las enfermedades articulares. Son los cambios de presión atmosférica propios de los meses fríos los que influyen sobre las articulaciones. Que el frío y la humedad aumentan el dolor en las articulaciones de algunas personas con dolencias reumáticas es pues una creencia popular muy enraizada en la sociedad y son muchas las personas que achacan sus dolores a los meses fríos. Sin embargo, esto no es del todo cierto pero tampoco es un mito en su totalidad. El clima sí influye directamente en el origen del dolor.



El dolor articular, que se asocia o a fenómenos meteorológicos y que aparece sobre todo en pacientes con artritis reumatoide y artrosis, se debe a la acción de la presión atmosférica sobre los barorreceptores o receptores de presión que poseen las articulaciones.

La presión atmosférica es el peso que genera la columna de aire en cualquier punto de la atmósfera; este es un concepto de física básico. Dicha presión aumenta con el nivel de humedad del ambiente. Son los cambios de presión los que afectan a las articulaciones enfermas y aumenta la percepción del dolor. Este aumento de la presión produce una irritación de los tejidos blandos de la cavidad articular que, si está previamente dañada por la artrosis o por la artritis, moviliza una respuesta inflamatoria que produce un incremento de la sensación de dolor.


Para mejorar los síntomas se recomienda aplicar calor local y realizar ejercicio suave para desentumecer las articulaciones. 

viernes, 18 de marzo de 2016

Mi tierra

Puente romano de Niebla, capital del Condado de Huelva.

Puente romano de Niebla, capital del Condado de Huelva. 
Acurrucada junto al río Tinto que le ciñe la cintura, Niebla está íntegramente rodeada de murallas. En el camino viejo de Híspalis a Onuba oyó hablar entre esas murallas un latín ceceante o una aljamía de aspiración de hasta tres sonidos de jota distintos. Ciudad de leyendas que bien merece tu parada, viajero.

Bajamar


Hay placeres que la edad te va roñeando. A cambio, descubres otros que el Destino te tenía guardados. Cada mañana esta pequeña playa urbana, que termina en un pedruscal, se me ofrece como una tela virgen para que el pintor desastre que soy la profane con los manchurrones de mis huellas. 

Al este, el sol se va levantando entre la bruma. Cuando aparece, que muchos días se le olvida fichar. Al oeste hay siempre unas nubes colgadas esperando que el viento se decida hacia dónde soplar. Al norte el mar. Apacible a días, airado cuando retumba.

Camino con el oído bueno hacia el susurro, hoy, de las olas y al dar la vuelta diviso en la otra punta una camiseta rosa, una melena al viento y un perrillo jugueteando a su alrededor. Solo avanzando unos pocos pasos compruebo que viene descalza pisando la línea donde llega el agua. Maravilla. Hará unos diez grados y el agua debe estar fría. Cuando me la cruzo, compruebo que es una muchacha veinteañera que sin ser una belleza, tiene el encanto, bien repartido de su juventud. ‘Eres una valiente’, le digo. ‘Está buena’ y suelta una carcajada sincera a la que el perrillo acompaña con ladridos alegres.

Es temprano. Doy carrete a la imaginación y la veo llegando anoche de una ciudad universitaria con su mochila y el troly. Cansada tras días de exámenes y feliz de estar con los suyos. Ha madrugado y le ha faltado tiempo para venir a saludar al mar. A su mar. 

Durante un trecho la huella de mi calzado va paralela a la de sus pies desnudos.   
Como es hora de mi regreso, al abandonar la arena levanto mi brazo diciéndole adiós. Lo percibe y saluda manoteando como si fuera un amigo suyo de siempre. Qué poco he necesitado para sentirme dichoso esta mañana.

He vuelto hoy a mi alargada noria matutina. Es temprano. Recorro una y otra vez la arena de punta a punta pero la simpática ninfa de la camiseta rosa no aparece. Sí hay unas huellas de perro pero son mayores que las del suyo. El dueño o la dueña ha debido quedarse en el paseo marítimo sin pisar la bajamar. Desisto. Vuelvo a dejar volar la imaginación. Anoche se reuniría con sus amigos. Una mesa en una cafetería, en una taberna cruzando risas, anécdotas y ocurrencias. Tal vez con ese amigo especial del que de pronto empiezo a sentir unos celos delgados pero punzantes.


Qué tontería, me digo. Vale más que disfrute con el recuerdo de sus pies descalzos de ayer, del eco de su risa que me infundió un rayo de vida y de aquella mano diciéndome adiós desde el bullicioso encanto de sus pocos años.  

miércoles, 16 de marzo de 2016

Niño cabrero

Domingo Cerrufo Lena tiene veintiún años. Quizás veintidós porque su padre fue a inscribirlo a Somondillo cuando el cura que lo había bautizado, le apremió para que fuese al Juzgado porque la partida de bautismo no podía sustituir a la de nacimiento. Tardó meses en cubrir el trámite.
Se crió con su abuela Antonia y con su tío Goro, el mayor de los hermanos de su madre. Goro. Un solterón malencarado y zafio que solo le hablaba para darle breves y secas órdenes, poco más que monosílabos y ásperos sonidos guturales.
Nunca supo cuándo murió su padre, que andaba a la vendimia cuando, tras una borrachera monstruosa se enredó, no se sabe si en una apuesta o una discusión, que terminó en pelea y tuvieron que ingresarlo apuñalado en el hospital donde murió sin haber podido dar datos de su familia ni de su pueblo. Fue enterrado en la fosa común y quedó registrado solo con el nombre de pila, que era el que conocían los otros obreros.
La madre se marchó a servir a Madrid. Nunca se supo ni la casa donde se había colocado, ni si había cambiado de dirección, ni si era viva o muerta. Su marcha se convirtió en un agujero de sombra, en el que nadie se molestó en averiguaciones ni antes ni después.
Había dejado a Domingo con poco más de dos años y a una niña de meses que murió poco después de unas fiebres. Las malas lenguas dijeron que había muerto de hambre. La Antonia sabía que la leche entera y cruda podía ser mala para la niña. La hervía y, como decía que se consumía mucho, le añadía agua, agua. Mucha agua.
El Goro era perezoso para todo. Perezoso, sucio, bronco, pero más que nada, perezoso.
Antonia le tenía que zamarrear por las mañanas para que abandonara el colchón de follisca de maíz y la manta, sucia, muy sucia, pues bajo ella Goro mantenía frecuentes relaciones consigo mismo. Durante el día si había que cavar el huertezuelo, se cansaba a los pocos golpes de cintura.
Cuando Domingo tenía cinco, tal vez cuatro años, con unas perras que la Antonia guardaba nadie sabía dónde, el Goro se presentó una tarde con unas pocas de cabras. Y borracho. Seguramente se había bebido en la taberna el precio de una cabra.
Domingo sabría después lo que era estar en el campo solo, solo él y sus cabras, día y noche. Seis días a la semana arreándolas, cuidando que no se le perdiera ninguna. Durmiendo con un ojo abierto, tan pequeño. Un día, un extraño se presentó con el Goro. Era un viejo desdentado y malhablado, que traía amarrado un macho que las fue cubriendo. Domingo comprendió un tiempo después qué era la procreación.
De los chivos que nacieron, el viejo sin dientes se presentó unos pocos días después a por la mitad, que ese era el trato estipulado. De los tres que quedaron, al día siguiente, Goro le enseñó cómo se mataba uno y se le desangraba y despellejaba. Le dijo que luego sería él quien tuviera que hacerlo. Lo vio marchar con el chivillo despellejado en una mano y la piel colgada a la cintura.
El solterón le había traído la primera semana una ridícula botella de un aceite turbio, espeso y ácido y una vieja sartén abollada y bien descascarillada. Un par de cebollas le dieron la base de una fritada de sangre de cabrito y le dejó claro que, con un pan de a kilo y administrando la sangre frita, tenía que dormir seis noches en el campo, sierra ya, porque los pastos se habían ido alejando. Verano e invierno. Otoño o primavera. Todo el año. Tuvo que fijarse bien y aprender a hacerse de comer, porque luego lo tuvo que hacer él solo. Y tan solo. Y tantas veces. Su instinto le fue diciendo qué cosas del campo eran comestibles.
Aquello lo había convertido de golpe y porrazo en un hombre. Al menos tendría que hacerse hombre porque como tal, iba a pasar largos años de su vida. El resto de la niñez y la adolescencia fue un ver correr el tiempo, siempre desde la misma posición en el universo, acompañando sus propios cambios físicos. Aprendió lo que pudo aprender por sí mismo. Vientos, lunas, olor de lluvia, cambio de estaciones, vuelo de pájaros, trampas para pequeña caza, raíces comestibles, frutos silvestres, plantas aromáticas, algo con que acompañar el pan y la sangre de chivo, con la mijilla de aceite que administraba con mimo. La leche directa de la ubre por mucho que se lo prohibiera el Goro: "La leche es para los chivos". Poco más en su dieta repetida, que no siempre cubría la necesidad de los seis días.
Sin sentirlo, salvo la maduración de su cuerpo, de niño a joven fuerte y duro, se fueron sucediendo las estaciones y los años. La monotonía de su vida de cabrero semiabandonado en la sierra, trabajando por la comida, triste comida, para que el fruto de su trabajo sirviera para que su abuela y su tío permanecieran en su inútil vida de pereza y discusiones continuas.
La noche que la Antonia empezó a asfixiarse más que otras veces, azuleando los viejos labios carcomidos, entrecerrados ojos para no hacer esfuerzo, respirando penosamente con estertores, llamó al Goro que roncaba en la habitación pequeña de al lado.
Cuando el Goro se asomó y vio el estado en que estaba su madre, no tuvo otra ocurrencia que levantarse, ponerse la camisa, el chaleco de pana, los pantalones y las botas de becerro y salir al campo sin luna y caminar sin rumbo bajo la débil luminaria de las estrellas.
No fue hasta el hato de cabras. No fue al pueblo, bastante menos de media legua abajo. Vagó como un raposo de un lado para otro, esquivando cualquier señal de vida humana y volvió a la cortijillo cuando ya alguien, varios días antes, había pasado cerca de él y había descubierto a la vieja, cadáver maloliente que su perro husmeó y aulló hasta que lo hizo acercarse.
Sí bajó entonces al pueblo. Se rumoreó que podía haber matado a la Antonia, lo llevaron al cuartelillo a declarar, pero la somera autopsia con que fue estudiada la vieja dejó a las claras lo natural de su muerte. No tuvo más que inventar una patraña verosímil, eso sí, para justificar la ausencia de aquellos días. Se emborrachó después de acercarse al cementerio, donde aún estaban frescos el yeso y los ladrillos que cerraban el nicho. Ni una oración. Ni un puñado de jaramagos le acercó. Solo estuvo un rato de pie, inmóvil, ausente, hasta que se fue para la taberna.
Cuando le llevó a Domingo el pan y la mísera ración de aceite aquella semana, medio le gruñó que la vieja había muerto. No quiso dar ninguna explicación más. Tampoco al muchacho le interesó gran cosa la noticia. No iba a cambiar su vida en nada por ello.
Cuando una mañana vio acercarse los dos tricornios de la pareja, sintió un movimiento de inquietud, que no de miedo. “¿Domingo Cerrufo Lena?”, le preguntaron. Contestó con la cabeza que sí. “Es usted mozo de reemplazo y tiene que presentarse en el ayuntamiento de Somondillo el lunes que viene”. Volvió a asentir con la cabeza y vista la locuacidad del muchacho, el guardia mayor le dijo con un inesperado tono de consejo, “No se te ocurra faltar, que te puede ocurrir algo muy gordo”. Y sin más explicaciones, se alejaron por donde habían venido.
Cuando dos días después, vio aparecer al Goro con el pan y el aceite, solo le dijo, “A ver qué haces con las cabras, que me voy a la mili”. “¿Cuándo?”. “El lunes”.
Muy de madrugada, ese lunes pasó por el cortijillo, se aseó la cara, se lavó bajo los brazos, la ingle y se restregó los pies con un trozo de saco de yute empapado. Se puso una camisa, la única casi, que le quedaba pequeña, un pantalón de no mejor aspecto y le dio vergüenza ponerse la pellica de cabra por lo que, pasando frío y con las alpargatas al hombro hasta no llegar al pueblo, enfiló primero el camino y luego la carretera que pasaba delante del ayuntamiento. Ya era un hombre de verdad.