Pedro GPinto, aficionado a juntar letras. En setenta años que arrastra en su mochila no aprende. Jo

miércoles, 16 de marzo de 2016

Niño cabrero

Domingo Cerrufo Lena tiene veintiún años. Quizás veintidós porque su padre fue a inscribirlo a Somondillo cuando el cura que lo había bautizado, le apremió para que fuese al Juzgado porque la partida de bautismo no podía sustituir a la de nacimiento. Tardó meses en cubrir el trámite.
Se crió con su abuela Antonia y con su tío Goro, el mayor de los hermanos de su madre. Goro. Un solterón malencarado y zafio que solo le hablaba para darle breves y secas órdenes, poco más que monosílabos y ásperos sonidos guturales.
Nunca supo cuándo murió su padre, que andaba a la vendimia cuando, tras una borrachera monstruosa se enredó, no se sabe si en una apuesta o una discusión, que terminó en pelea y tuvieron que ingresarlo apuñalado en el hospital donde murió sin haber podido dar datos de su familia ni de su pueblo. Fue enterrado en la fosa común y quedó registrado solo con el nombre de pila, que era el que conocían los otros obreros.
La madre se marchó a servir a Madrid. Nunca se supo ni la casa donde se había colocado, ni si había cambiado de dirección, ni si era viva o muerta. Su marcha se convirtió en un agujero de sombra, en el que nadie se molestó en averiguaciones ni antes ni después.
Había dejado a Domingo con poco más de dos años y a una niña de meses que murió poco después de unas fiebres. Las malas lenguas dijeron que había muerto de hambre. La Antonia sabía que la leche entera y cruda podía ser mala para la niña. La hervía y, como decía que se consumía mucho, le añadía agua, agua. Mucha agua.
El Goro era perezoso para todo. Perezoso, sucio, bronco, pero más que nada, perezoso.
Antonia le tenía que zamarrear por las mañanas para que abandonara el colchón de follisca de maíz y la manta, sucia, muy sucia, pues bajo ella Goro mantenía frecuentes relaciones consigo mismo. Durante el día si había que cavar el huertezuelo, se cansaba a los pocos golpes de cintura.
Cuando Domingo tenía cinco, tal vez cuatro años, con unas perras que la Antonia guardaba nadie sabía dónde, el Goro se presentó una tarde con unas pocas de cabras. Y borracho. Seguramente se había bebido en la taberna el precio de una cabra.
Domingo sabría después lo que era estar en el campo solo, solo él y sus cabras, día y noche. Seis días a la semana arreándolas, cuidando que no se le perdiera ninguna. Durmiendo con un ojo abierto, tan pequeño. Un día, un extraño se presentó con el Goro. Era un viejo desdentado y malhablado, que traía amarrado un macho que las fue cubriendo. Domingo comprendió un tiempo después qué era la procreación.
De los chivos que nacieron, el viejo sin dientes se presentó unos pocos días después a por la mitad, que ese era el trato estipulado. De los tres que quedaron, al día siguiente, Goro le enseñó cómo se mataba uno y se le desangraba y despellejaba. Le dijo que luego sería él quien tuviera que hacerlo. Lo vio marchar con el chivillo despellejado en una mano y la piel colgada a la cintura.
El solterón le había traído la primera semana una ridícula botella de un aceite turbio, espeso y ácido y una vieja sartén abollada y bien descascarillada. Un par de cebollas le dieron la base de una fritada de sangre de cabrito y le dejó claro que, con un pan de a kilo y administrando la sangre frita, tenía que dormir seis noches en el campo, sierra ya, porque los pastos se habían ido alejando. Verano e invierno. Otoño o primavera. Todo el año. Tuvo que fijarse bien y aprender a hacerse de comer, porque luego lo tuvo que hacer él solo. Y tan solo. Y tantas veces. Su instinto le fue diciendo qué cosas del campo eran comestibles.
Aquello lo había convertido de golpe y porrazo en un hombre. Al menos tendría que hacerse hombre porque como tal, iba a pasar largos años de su vida. El resto de la niñez y la adolescencia fue un ver correr el tiempo, siempre desde la misma posición en el universo, acompañando sus propios cambios físicos. Aprendió lo que pudo aprender por sí mismo. Vientos, lunas, olor de lluvia, cambio de estaciones, vuelo de pájaros, trampas para pequeña caza, raíces comestibles, frutos silvestres, plantas aromáticas, algo con que acompañar el pan y la sangre de chivo, con la mijilla de aceite que administraba con mimo. La leche directa de la ubre por mucho que se lo prohibiera el Goro: "La leche es para los chivos". Poco más en su dieta repetida, que no siempre cubría la necesidad de los seis días.
Sin sentirlo, salvo la maduración de su cuerpo, de niño a joven fuerte y duro, se fueron sucediendo las estaciones y los años. La monotonía de su vida de cabrero semiabandonado en la sierra, trabajando por la comida, triste comida, para que el fruto de su trabajo sirviera para que su abuela y su tío permanecieran en su inútil vida de pereza y discusiones continuas.
La noche que la Antonia empezó a asfixiarse más que otras veces, azuleando los viejos labios carcomidos, entrecerrados ojos para no hacer esfuerzo, respirando penosamente con estertores, llamó al Goro que roncaba en la habitación pequeña de al lado.
Cuando el Goro se asomó y vio el estado en que estaba su madre, no tuvo otra ocurrencia que levantarse, ponerse la camisa, el chaleco de pana, los pantalones y las botas de becerro y salir al campo sin luna y caminar sin rumbo bajo la débil luminaria de las estrellas.
No fue hasta el hato de cabras. No fue al pueblo, bastante menos de media legua abajo. Vagó como un raposo de un lado para otro, esquivando cualquier señal de vida humana y volvió a la cortijillo cuando ya alguien, varios días antes, había pasado cerca de él y había descubierto a la vieja, cadáver maloliente que su perro husmeó y aulló hasta que lo hizo acercarse.
Sí bajó entonces al pueblo. Se rumoreó que podía haber matado a la Antonia, lo llevaron al cuartelillo a declarar, pero la somera autopsia con que fue estudiada la vieja dejó a las claras lo natural de su muerte. No tuvo más que inventar una patraña verosímil, eso sí, para justificar la ausencia de aquellos días. Se emborrachó después de acercarse al cementerio, donde aún estaban frescos el yeso y los ladrillos que cerraban el nicho. Ni una oración. Ni un puñado de jaramagos le acercó. Solo estuvo un rato de pie, inmóvil, ausente, hasta que se fue para la taberna.
Cuando le llevó a Domingo el pan y la mísera ración de aceite aquella semana, medio le gruñó que la vieja había muerto. No quiso dar ninguna explicación más. Tampoco al muchacho le interesó gran cosa la noticia. No iba a cambiar su vida en nada por ello.
Cuando una mañana vio acercarse los dos tricornios de la pareja, sintió un movimiento de inquietud, que no de miedo. “¿Domingo Cerrufo Lena?”, le preguntaron. Contestó con la cabeza que sí. “Es usted mozo de reemplazo y tiene que presentarse en el ayuntamiento de Somondillo el lunes que viene”. Volvió a asentir con la cabeza y vista la locuacidad del muchacho, el guardia mayor le dijo con un inesperado tono de consejo, “No se te ocurra faltar, que te puede ocurrir algo muy gordo”. Y sin más explicaciones, se alejaron por donde habían venido.
Cuando dos días después, vio aparecer al Goro con el pan y el aceite, solo le dijo, “A ver qué haces con las cabras, que me voy a la mili”. “¿Cuándo?”. “El lunes”.
Muy de madrugada, ese lunes pasó por el cortijillo, se aseó la cara, se lavó bajo los brazos, la ingle y se restregó los pies con un trozo de saco de yute empapado. Se puso una camisa, la única casi, que le quedaba pequeña, un pantalón de no mejor aspecto y le dio vergüenza ponerse la pellica de cabra por lo que, pasando frío y con las alpargatas al hombro hasta no llegar al pueblo, enfiló primero el camino y luego la carretera que pasaba delante del ayuntamiento. Ya era un hombre de verdad.

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